MADRE JUANA DE LA ENCARNACIÓN, artículo de Santiago Delgado.

Sor Juana de la Encarnación es el fruto intelectual y espiritual más logrado de la Contrarreforma en el Reino de Murcia. Muere en 1715, y es, como Santa Teresa de Jesús, una monja que ha seguido la senda de los Descalzos. 

El Concilio de Trento, terminado en 1563, establecía las bases para el rearme ético y espiritual de un clero romano degradado, en el más sentido amplio del término, que tan fina como inteligentemente, había sido vapuleado por la visión erasmista de El Lazarillo de Tormes, por ejemplo, ya en 1554.

En 1684, Sor Juana entra como educanda en el Convento del Corpus Christi, de las Agustinas Descalzas en Murcia, fundado en 1616, por Sor Mariana de San Simeón. Tiene doce años, como fija Trento, y a los 16, en 1688, profesa. En 1711 es abadesa por deseo expreso del todavía Obispo Belluga. Y en 1714, tiene la visión de la Pasión de Cristo. Por mandato de su director espiritual y editor, el jesuita Ceballos; así como de su confesor el también jesuita Sancho Granados, la escribe. Apenas la ha terminado, expira. Luis Ignacio Ceballos, muy posiblemente profesor, poco después, de primeras letras de Francisco Salzillo, corre a su celda para confortarla y hacerse con el manuscrito. Ignacio Monasterio, uno de los mejores estudiosos de la monja, califica al escrito de Sor Juana como Revelación Intelectual Infusa. 

Sor Juana aprendió latín de niña. Y leyó a los clásicos de la Iglesia en ese idioma. La suya es una prosa que se adelanta a su tiempo, Su madurez personal coincide con la decadencia literaria conocida como Postbarroco, que se extiende, salvo excepciones, desde la muerte de Calderón de la Barca en 1681, hasta la aparición de Moratín y su generación, que son coetáneos ya de la Revolución Francesa. Sor Juana tiene una prosa muy bien escrita, sin vacilaciones, con unas enumeraciones eruditas y sabias, muy diversas y acertadas. Un sentido de la lírica bebido en Fray Luis de León y en San Juan de la Cruz, más, por supuesto, en Santa Teresa de Jesús, cuya Regla de Orden Descalza observa, a pesar de ser Agustina, fluye por toda su obra. 

La Pasión de Cristo es básicamente, una explicación de la Pasión, más que una narración. La monja, apenas indica el “Paso” que trata, se dispone a explicar el suceso, sobre todo perspectivado por el dolor que le causa presenciar los desafueros y crueldades que le infringen a su Amado. Pues espectadora es, dado que Su Majestad –como ella llama a Cristo–, la invita a presenciar de cerca los sucesos. Sor Juana incluso nos dice la hora de la alta noche o de la premañana en que suceden los azotes, la burla, la Caída… Sucedían esas visiones, desde la Semana Santa de 1714. Las escribió hasta su muerte en Noviembre de 1715 

El poema con el que acompañamos esta pequeña semblanza de la escritora, se refiere al suceso que su director espiritual, el Padre Luis Ignacio Ceballos, narra que sucediera en los primeros años en que el Nazareno, Imagen Titular de la Cofradía de Jesús, era enviado al Convento del Corpus Christi para que las monjas, camareras de la Imagen, lo pusieran en disposición y cuidado de procesionar. 

Sucedió entonces: la mirada trágica del taciturno Cristo de italiano origen, se cruzó con la de Sor Juana. Y ésta quedó herida del Amor Divino. Todos los Viernes Santos que pudo hacerlo, Sor Juana subía de rodillas la angosta escalera que, desde el patio conventual, daba acceso a la torrecilla del terrado, para ver una vez más al Cristo de sus fervores místicos. 

En cierto modo, Sor Juana es la realidad literaria de la Contrarreforma en Murcia. Salzillo es la realidad icónica de esa misma Contrarreforma. Hemos estado 250 años a medias, sólo con Salzillo. Recuperemos la mitad que nos falta. Sor Juana de la Encarnación, una autora que debe figurar, sin más dilación, en el canon de la Literatura Mística española. 

SOR JUANA DE LA ENCARNACIÓN ASCIENDE LA ANGOSTA ESCALERA DEL TERRADO DEL CONVENTO DEL ESPÍRITU SANTO, DE AGUSTINAS DESCALZAS, PARA VER, EN EL AMANECER DEL VIERNES SANTO MURCIANO, DESDE LA ESQUINA DE LA AZOTEA, LA EFIGIE DEL JESÚS NAZARENO, QUE SALE EN PROCESIÓN POR LA CIUDAD. 

ELLA, Y LAS DEMÁS MONJAS, LO HAN CUIDADO HASTA TRES DÍAS ANTES. 

SOLA, EN LA NOCHE CON ÉL, HA SENTIDO SU MIRADA, CLAVARSE EN EL ALMA. 

(Santiago Delgado) 

POEMA

Lentamente ya sube hacia el terrado,
amaneciendo apenas; 
escalón a escalón y de rodillas, 
pensando en el Amado. 

Fue después de maitines, clareaba. 
Es Viernes Santo en Murcia; 
en los huertos gorjean caverneras 
y se va deshaciendo 
el rocío en las rosas y azahares, 
bardizas deslizando hasta la grama. 

Sangran las magras carnes de Sor Juana, 
arremangada el halda 
del fosco hábito para no empecer 
el arduo ascenso a su calvario propio. 

Gólgota… es la angosta gradería 
del convento que lleva a las alturas 
murcianas, desde donde atisbará 
de nuevo al Nazareno. 

Tres días han pasado, y su mirada, 
espina que no mana sino amor, 
aún se yergue altiva en su pecho, 
exigiendo flamígera respuesta 
en forma de infinito amor sin tregua, 
entregado e incesante, 
que nunca pare mientes, en ajenas 
cosas, ni otros cuidados de ventura. 

Atentamente, observa el muy solemne 
Cortejo de Jesús el Nazareno. 
Instantes que son horas 
transcurren lentos hasta que surge 
allá abajo, la Insignia[i] tan solemne 
del Titular señero 
en la clara mañana 
abrileña, que diáfana ilumina 
el fresco amanecer y su alma ardida. 

Muda plegaria quema entre sus labios. 
Sucede entonces: vuelve a recordar. 
Su mirada, Sus ojos de pasión 
anegando los suyos 
en el océano infinito y calmo 
de la Piedad, en medio de la noche 
tan oscura del alma, del silencio 
que la sacra oración interior 
impone al alma recta, que sólo ama; 
que uniones con el Alto sólo ansía. 

Revive aquella profunda mirada 
y se desploma entonces, con dulce 
desmayo, de enherbolada[ii] saeta 
provocado, desde arriba lanzada 
por aquel gran Flechero 
Divino de las Altos Cielos Claros, 
que escoge a sus criaturas más dilectas 
entre las almas puras 
de su infinito, humano 
rebaño que del barro hiciera un día. 

Sólo a la hora de Tercias la recogen 
sus hermanas, durmiendo aún en paz. 
Sombra de una sonrisa por su rostro, 
cual talla de Bernini la hermosea. 

Justo en esos momentos, 
el Nazareno vuelve hasta su Ermita. 
Da comienzo el Oficio de Tinieblas. 


[i] En aquella Murcia del XVII y XVIII se llamaba Insignias a los pasos.
[ii] Es expresión de Santa Teresa de Jesús, para ilustrar su asaetamiento por el Señor, su Amado.

BREVES APUNTES BIOGRÁFICOS DE LA MADRE JUANA DE LA ENCARNACIÓN:

Venerable Juana de la Encarnación (1672-1715)

Juana Montijo de Herrera nació en Murcia el 17 de febrero de 1672. Sus padres, Juan Tomás Montijo e Isabel María de Herrera, aunque contrajeron matrimonio en Perú, decidieron volver a España antes que naciera su primogénita. La niña, de natural dócil, amable, agraciada e inteligente, desde muy pequeña fue educada en la piedad cristiana, en la práctica de las virtudes y destacó por su deseo de hacer bien a los pobres. Además estaba dotada para las letras; enseguida aprendió a leer con perfección el latín y el catecismo de la Iglesia Esto hizo que, contra la costumbre de la época, le adelantaran la primera comunión a los nueve años. Contaba once cuando un joven le dijo que iba a pretenderla por esposa. Aquellas palabras le despertaron a otras realidades y sentimientos hasta entonces desconocidos.
Los paseos y diversiones que antes sólo por indicación de su madre frecuentaba, ahora incluso los procuraba; en proporción iba creciendo el tedio para las cosas espirituales en las que tanto destacaba en esta corta edad. Tras unos cuantos meses con este nuevo tenor de vida, la víspera de la solemnidad de la Encarnación del Verbo, estando en cama, escuchó que la llamaban y descubrió en el silencio de su habitación una visión de Jesús con la cruz a cuestas que le decía: Quiero que seas religiosa y me sigas en mi Cruz. Esta gracia obró en ella una inmediata conversión. Acto seguido pidió a sus padres permiso para ingresar en el convento de Corpus Christi de agustinas descalzas, donde acogían niñas menores de 15 años y las formaban hasta que pudieran iniciar el noviciado que comenzaba a esa edad. Y, así fue, a finales de junio de 1684, con doce años de edad, ingresó en dicho convento de su ciudad natal.
El 5 de marzo de 1687 inició el noviciado con el nombre de Juana de la Encarnación y el 5 de agosto de 1688 realizó la profesión religiosa. Pasado un tiempo comenzó a experimentar una especie de melancolía y desgana hacia las obligaciones de la vida religiosa. Dejándose llevar de su estado de ánimo, comenzó a aflojar en el silencio y en la soledad, llegando incluso a permitirse ciertos ocios lícitos a los que antes nunca había cedido. Apareció de nuevo el joven que la pretendió, y aunque no mediaron palabras, sí revivió en ella aquella inicial vanidad y deseo de ser querida. Unos años antes se había instaurado la costumbre de llevar al convento la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno para ser vestida por las religiosas. Juana se encontró a solas frente a esta sagrada imagen de Cristo con la cruz a cuestas, y de nuevo y con más vehemencia, el Señor le dio tan clara luz de lo que Él esperaba de ella, que fue motivo de una conversión mucho más profunda que la inicial. Tres días pasó en lamentos y sollozos. Desde entonces sabía que el Señor la había escogido por esposa suya, y a Dios consagrará toda alma.
La oración fue la antorcha que iluminó su actuación. Solía meditar la Pasión de Cristo postrada con los brazos en cruz. También fue permanente en ella la penitencia, más admirable que imitable, incentivada por la contemplación de la Pasión de su Amado. Todo ello lo realizaba con gran discreción, pasando desapercibida de sus hermanas de hábito. Por su sincera humildad se consideraba la última de la comunidad. De ahí que le resultó un auténtico martirio el mandato de su confesor Sancho Granado de escribir una relación de su vida espiritual. Junto a la penitencia querida y buscada, sufrió fuertes enfermedades y otro género de sufrimiento. El demonio, que en años anteriores se le manifestó visiblemente tratando de impedir sus penitencias, durante cinco largos años, volvió con sus manifestaciones, esta vez provocando a la lujuria. Hombres y mujeres lascivos se le aparecían en actitudes deshonestas, cuyas imágenes se le representaban incluso al mirar las de Jesús y María.
En el convento ejerció los oficios de enfermera, sacristana y tornera. En 1711, con 39 años, fue elegida priora con la aprobación de toda la comunidad y la confirmación del obispo. No obstante, Juana de la Encarnación sostenía la inconveniencia de su persona para la realización del cargo, y por ello pidió y consiguió de Roma la dispensa de priora. Fue nombrada maestra de novicias, oficio que desempeñó durante sus últimos cuatro años.
Estos años finales fueron los más cargados de gracias espirituales y de manifestaciones extraordinarias. Sobre todos los dones divinos recibidos destaca la revelación y participación que tuvo de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo durante la Semana Santa de 1714, un año antes de su muerte. En obediencia a su confesor escribió una extensa relación de esta gracia. Estos materiales, una vez ordenados y arreglados por el jesuita Luis Ignacio Zevallos o Cevallos, su director espiritual, salieron a la luz pública en tres escritos distintos: Pasión de Cristo (Madrid 1720); Dispertador [sic] del alma religiosa (Madrid 1723), una selección abreviada y adaptada al Triduo Pascual de la obra anterior; y Vida y virtudes, favores del cielo, prodigios y maravillas (Madrid 1726).
La Pasión de Cristo expresa su deslumbramiento por la kénonis de un Dios despojado de su omnipotencia para hacerse hombre y morir en la cruz, acto de amor supremo, y a cuya Pasión pudo asistir espiritualmente Juana de la Encarnación, siguiendo a nuestro Señor desde el Cenáculo hasta el Calvario. El relato de estas visiones, inspirado en la Mística ciudad de Dios (1670) de María de Jesús de Ágreda, impacta al lector de todos los tiempos, no tanto porque cuente situaciones desconocidas de la Pasión de Cristo, aunque también encontramos novedades en la viveza y realismo con que muestra ciertas escenas, sino en el cómo interioriza todos aquellos acontecimientos, la reflexión que le motivan, y las consecuencias prácticas para su vida religiosa y espiritual.
En cada una de sus páginas, escritas con pureza de lenguaje y dulzura de estilo, comunica los sentimientos que tuvo Cristo durante las amargas y dolorosas horas de la Pasión, y la locura de amor de Juana, como demuestran las incesantes exclamaciones amorosas, por aquél que la amó hasta el extremo. En efecto, la obra de Juana de la Encarnación alcanza elevadas cotas en la denominada “mística de la Cruz” o “mística de la Pasión”, expresión que denota el misterio de la unión del alma con Dios, o experiencia profunda de despojamiento de sí mismo, de renuncia absoluta al ego hasta la identificación con el Crucificado.
Agraciada por Dios y combatida por el maligno, Juana de la Encarnación se vio de nuevo visitada por la enfermedad y el 11 de noviembre de 1715, con gran suavidad, discreta como había tratado de vivir, a la edad de 43 años, voló su espíritu al encuentro de su Amor crucificado y glorioso.